sábado, 18 de enero de 2014

Una noche en el museo

Una noche en el museo

El Museo de Historia Natural en Nueva York es, a primera vista, un lugar alegre e inocente. Siempre está lleno de niños felices. Pero en realidad es un lugar siniestro. Lo he visitado varias veces y siempre tengo la molesta sensación de que algo no está del todo bien, que se alberga un espanto a plena vista. Aunque es difícil de definirlo o denunciarlo. Nunca encuentro el motivo concreto por este sentimiento de malestar. Es algo así como si uno estuviera cenando en una casa perfecta con anfitriones impecables que, sin que uno lo supiera, tuvieran hace años a sus niños encarcelados en jaulas en el sótano. “¿Escuchó un grito?”, preguntas entre cucharadas de sopa. “No es nada”, te contestan desde la cabecera. “Son los mapaches nomás que revuelven la basura afuera”.
La atracción histórica del museo son los dioramas. Hace casi cien años que animales embalsamados yacen en sus cubículos tenuemente iluminados y en poses que replican su perdida vitalidad: un búho cazando un ratón en la noche, leopardos deslizándose por los troncos caídos en una jungla, un gigantesco gorila golpeándose el pecho en una pradera, y –¡les prometo!– hasta pájaros de Chascomús.
¿Lo siniestro vendrá de la quietud eterna de estos animales una vez salvajes? O del aura surrealista de las construcciones, como si fueran obras de Joseph Cornell. No. Esa es una explicación demasiado fácil.
Muchos de los animales están, por supuesto, en vías de extinción o, directamente, desaparecidos de la faz de la Tierra. Pero esto no es exactamente siniestro. Más bien lleva a la congoja y a la desesperación.
Lo siniestro nace porque algo que pretende ser una cosa realmente es otra cosa . Pero no de manera oculta, sino que a plena vista. Solamente se puede descubrir con un ajuste de mirada.
Estos dioramas pretenden ser inocentes instrumentos didácticos, pero no lo son. Entonces, ¿qué son? Claramente, los salones y pasillos del museo son un gigantesco y variadomemento mori . Todo lo que existió y que existirá se extingue en la muerte. Nuestras vidas son un suspiro y hasta nuestras más grandes empresas son divertimentos en espera del eterno abismo de la nada. Aunque esto ya lo sabíamos.
A fines de diciembre pasado iba paseando por las exhibiciones cuando escuché a un niño de unos cinco años hablando con su padre. Era delante de una vitrina insulsa con una colección exhaustiva de gorriones. El niño hizo las dos preguntas del millón: “¿Están muertos?” y “¿Por qué están muertos?”. “Sí, están muertos”, contestó el padre que intentó contestar la segunda pregunta pero el niño continuó su camino. Decidí seguirlos. Pronto llegamos a la sala de los “Indios Americanos”. Tras observar mastodontes, águilas, antílopes, tiburones, coyotes, etcétera, confrontarse con seres humanos es desconcertante. En ese momento te das cuenta de que el museo es un enorme depósito de los cuerpos que fueron consumidos y derrotados en la expansión de los Estados Unidos hacia el oeste. Es una vitrina de trofeos de esa devastación. En esta transición, entre un pasillo mal iluminado lleno de cadáveres de pájaros grises y anónimos hacia el ala que recrea civilizaciones precolombinas, está el nodo de lo siniestro. Lo supe siempre pero no lo pude explicar hasta que escuché al niño preguntarle a su padre sobre los superrealistas maniquís de los nativos americanos: “¿Están muertos?”.
Y sí, están recontra muertos. No son cadáveres reales pero sólo por un detalle técnico. En cierto modo sería más honesto y moral que fuesen cadáveres. Así este museo tan inocente, tan didáctico, tan renombrado podría tener una doble función. Por un lado, lo “científico”, y por otro podría ser el Museo del Holocausto Americano (nunca nombrado o admitido como tal). Una guerra sin nombre que duró unos 200 años y extinguió entre 50 y 100 millones de vidas y que dejó a civilizaciones en ruinas. En vitrinas, delante de las cuales pasean niños del mundo en el crepúsculo de sus inocencias.
http://www.revistaenie.clarin.com/Flora-y-Fauna_0_1068493147.html

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