lunes, 17 de febrero de 2014

La lectura de la historia


Por   | Para LA NACION

La lectura de la historia

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Un  reciente artículo de Hugo F. Bauzá, " El esfuerzo por recuperar el pasado ", destacaba inteligentemente cómo en nuestros tiempos vivimos un "boom de la memoria": buscamos garantizar el recuerdo de lo ocurrido, pero a la vez hemos aprendido que la historia se construye; no es una interpretación cerrada de los hechos, sino un relato siempre susceptible de revisión.
De acuerdo con esa reflexión, me parece importante clarificar el significado atribuible a algunas palabras, para evitar que tengamos de la historia una concepción excesivamente sesgada y la identifiquemos con los relatos que cada uno imponga o desee imponer. Porque aquí están en juego ciertos conceptos filosóficos, herramientas del pensamiento que han empezado a oxidarse peligrosamente. Es claro que los conceptos filosóficos se construyen, pero si los construimos con material muy blando nos serán poco útiles para avanzar en el camino del pensamiento.
Tomemos como ejemplo la historia. Una cosa es lo que pasó; otra, lo que sabemos que pasó. Una tercera, lo que nos parece relevante describir. Una cuarta, nuestro juicio valorativo acerca de los acontecimientos conocidos. Una quinta, el tipo de relato que ofrecemos a nuestros semejantes, seleccionando unos hechos frente a otros y presentándolos como felices o nefastos, inevitables, producto de errores humanos o fruto de inspiraciones geniales. Confundir todos estos elementos, o aun dos de ellos entre sí, es un error que se paga caro en términos de conocimiento individual y más caro aún en el campo de la lealtad frente a los demás.
No es lo mismo lo que pasó que lo que sabemos. Ignoramos la mayor parte de los hechos pretéritos y, además, siempre es posible que estemos equivocados al decir que un hecho sucedió. Nuestras creencias son verdaderas (cuando las llamamos conocimientos, implicamos que lo son) o son falsas (creencias erróneas). El carácter erróneo o verdadero de una creencia depende de los hechos, y no de la mayor o menor intensidad con las que la creamos ni del número de personas que la compartan. Aunque la realidad histórica no pueda conocerse por entero ni con absoluta seguridad, postulamos su existencia unívoca como la fuente de indicios, relatos, testimonios y documentos que usamos para conjeturar sobre ella.
No es lo mismo lo que sabemos que lo que decimos. No sólo porque a veces podemos mentir adrede, sino, principalmente, porque no podemos contar todo lo que sabemos. Cada historiador elige relatar los hechos que le parecen más importantes, hitos que marcan el hilo conductor de la historia, y reduce los demás al silencio o a una mención secundaria. Desde luego, esta selección es subjetiva y puede variar de relator a relator, sin necesidad de que alguno de ellos falte a la verdad.
Es claro que lo que pueda entenderse como "hilo conductor" depende del marco teórico elegido pero no de los hechos mismos. Un historiador puede juzgar hitos fundamentales los cambios en las creencias religiosas predominantes. Otro, la evolución de los medios y formas de producción. Otro más, las grandes batallas de Occidente (o de Oriente). Lo que pasó, pasó. Pero cómo lo articulemos para "entenderlo" de cierta manera es una elección del observador.
Esa observación, a su vez, nunca es ajena a las propias emociones del historiador (llamémosles tendencias, intereses, deseos o temores), que son fruto de su tiempo y de su historia personal antes que impuestos por el conocimiento mismo de los hechos. Y tales emociones pueden hallarse implícitas en su conciencia (como parte de su formación como científico, que nunca es idealmente neutral) o bien hallarse deliberadamente dirigidas a un fin político. En este contexto, la diferencia entre historia y propaganda es cuestión de grado de subjetividad o de lealtad en la descripción. Esta es una explicación posible para el hecho de que hoy en día todos reclamen memoria, pero cada uno tienda a recordar a sus amigos más que a otros y a reclamar venganza para los suyos y castigo eterno para sus adversarios.
Lo que no debería hacerse jamás, no por razones políticas sino sencillamente de solidez filosófica, es decir que la realidad fue o es lo que creemos o nos gusta, que la verdad es lo que cada uno afirma con énfasis y que los hechos que sucedieron no son otra cosa que el relato que de ellos hagamos. Los hechos son o fueron como fueron o son. Lo que digamos de ellos es cosa nuestra, una cosa llena de seguros agujeros y posibles errores, distorsiones y engaños. Pero, digamos lo que dijéremos, nuestra responsabilidad es no apartarnos de los hechos ni hacer pasar por tales nuestras propias, legítimas interpretaciones.
El autor es director de la Maestría en Filosofía del Derecho de la UBA
© LA NACION.

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