jueves, 27 de marzo de 2014

W. H. Auden: La generosidad sin fin del poeta

W. H. Auden: La generosidad sin fin del poeta

Revelaciones.  El genial autor estadounidense le enseñó literatura por correo a un preso y pagó los estudios a varios huérfanos. Su rostro secreto, según su albacea.

W. H. Auden tuvo una vida secreta de la que sus mejores amigos sabían muy poco o nada. No había en esa vida nada que no fuera generoso y honorable, pero la mantenía en secreto porque le habría dado vergüenza que lo elogiaran por ello.
Me enteré por casualidad, de modo que debe haber sido algo mucho más amplio de lo que podemos imaginarnos. En una fiesta conocí a una mujer que pertenecía a la misma iglesia episcopal a la que asistía Auden en la década de 1950, St. Mark’s in-the-Bowery, en Nueva York. Me contó que Auden se había enterado de que una anciana de la congregación padecía terrores nocturnos, por lo cual tomó una frazada y durmió en el palier del departamento hasta que la mujer volvió a sentirse segura.
Alguien más recordó que en una ocasión le habían dicho a Auden que un amigo necesitaba una cirugía que no podía afrontar. Auden lo invitó a comer. No mencionó la operación, pero cuando se iba le dijo: “Quiero darte esto”, y le entregó un cuaderno con el manuscrito de La edad de la ansiedad . La Universidad de Texas compró el cuaderno y él pudo operarse.
Por algunas cartas que encontré entre sus papeles, me enteré de que unos años después de la Segunda Guerra Mundial había arreglado por medio de una organización de asistencia europea pagar la educación primaria, secundaria y universitaria de dos huérfanos que eligió la organización, acuerdo que se extendió luego a nuevos huérfanos hasta la muerte de Auden en 1973, a los sesenta y seis años.
En reuniones literarias, tenía por costumbre obviar a los famosos y hablar con la persona menos importante de la sala. Una carta de lector que publicó el año pasado el Times de Londres recordó uno de esos episodios: “Hace sesenta años, mi profesor de inglés me llevó de mi escuela provincial a Londres para asistir a una conferencia literaria. Como era de esperar, me abandonó para dedicarse a hablar con sus amigos en cuanto llegamos, y me quedé solo. Era torpe y tímido, y no sabía dónde meterme. Auden debe haberlo percibido, ya que se me acercó y me dijo: ‘Aquí todos están tan nerviosos como tú, pero disimulan, y debes aprender a hacerlo.’” Más avanzada su vida, Auden escribió poemas reveladores y ensayos que lo pintaban como una persona aislada y nostálgica, que en su imaginación seguía viviendo en el mundo eduardiano de su infancia. Su Doggerel by a Senior Citizencomenzaba diciendo: “Nuestra tierra en 1969 / No es el planeta que llamo mío” y continuaba con quejas sobre la era moderna: “No puedo establecer qué es peor / La antinovela o el verso libre.”
Cómo perder un Premio Nobel
Unos años más tarde recibí un llamado de un ladrón canadiense que había encontrado poemas de Auden en la biblioteca que se hallaba en la cárcel y que había iniciado con él una larga correspondencia en la cual Auden le impartió un curso informal de literatura (sintió especial placer en iniciarlo en Kaf–ka). Fue de igual utilidad para los jóvenes poetas desconocidos, a quienes brindó una detallada ayuda sobre cuestiones técnicas como la adjetivación y el encabalgamiento.
Cuando se sentía obligado a adoptar una posición de principios, lo hacía sin llamar la atención, y se impacientaba ante escritores como Robert Lowell, cuyas protestas políticas le parecían más egocéntricas que efectivas. Cuando ganó la Medalla Nacional de Literatura en 1967, no estaba dispuesto a aceptarla en la Casa Blanca de Lyndon Johnson durante la Guerra de Vietnam ni “a hacer un gesto a lo Cal Lowell de rechazo público”. Acordó que la ceremonia se realizaría en el Smithsonian, donde aceptó el premio con un discurso sobre la corrupción del lenguaje a manos de la política y la propaganda.
Tuvo siempre una actitud profesional en el trato con editores y editoriales, y reescribió sin protestar ensayos enteros, excepto en por lo menos dos ocasiones, cuando sacrificó con discreción el dinero y la fama para no traicionar sus convicciones. En 1964, para su traducción (junto con Leif Sjöberg) del texto póstumo Markings de Dag Hammarskjöld, escribió un prólogo que mencionaba la “fascinación narcisista (de Hammarskjöld) consigo mismo” y aludía de forma casi invisible a la homosexualidad de Hammarskjöld, que consideraba en éste algo por completo íntimo y no concretado: “Una ‘espina clavada’ que lo convence de que nunca podrá aspirar a experimentar aquellas cosas que, para la mayor parte de la gente, son las dos principales alegrías que ofrece la vida: una apasionada devoción correspondida o un matrimonio feliz.” Aludió también al sentido de Hammarskjöld de una misión mesiánica, propiciatoria, algo que parece haber reconocido como una versión de la fantasía mesiánica a la que él mismo se había sentido atraído como consecuencia de su fama juvenil de poeta izquierdista revolucionario. Auden había sido el candidato de Hammarskjöld al Nobel, y en 1964 se estimaba que lo ganaría. Poco después de que los amigos y albaceas de Hammarskjöld vieran el texto original de Auden, éste recibió la visita de un diplomático sueco que deslizó que a la Academia Sueca le desagradaría que se publicara en su forma actual y que tal vez podría revisarlo. Auden ignoró la sugerencia, y parece haber mencionado el incidente sólo una vez, cuando cenó con su amigo Lincoln Kirstein esa misma noche y dijo: “Ahí se va el Nobel.” El premio recayó en Jean-Paul Sartre, que lo rechazó.
Dos años después, la revista Life le ofreció 10.000 dólares por un ensayo para una serie titulada Los romanos. El texto de Auden terminaba con reflexiones sobre la caída de dos imperios: “Pienso que a muchos de nosotros nos obsesiona el sentimiento de que nuestra sociedad, y no me refiero sólo a los Estados Unidos o Europa, sino a toda nuestra civilización tecnológica mundial, ya se la llame oficialmente capitalista, socialista o comunista, va a derrumbarse, y es probable que lo merezca.” Los editores se negaron a presentarlo a su mercado masivo de lectores patrióticos en la era de la Pax Americana y le pidieron que lo reescribiera. Se negó, consciente de que se rechazaría el texto y que no le pagarían nada. Los académicos conocen la existencia del ensayo –un editor lo rescató de los archivos cuando se lo estaba por eliminar–, pero nadie parecía saber por qué nunca aparecía. Auden le habría contado la historia sólo a una amiga, Thekla Clark, que lo contó a su vez en un documental, Wystan: Vida, amor y muerte de un poeta , de Michael Buergermeister, que se estrenó en Oxford el año pasado.
Auden tenía muchos motivos para presentarse como una persona rígida o indiferente mientras regalaba tiempo, dinero y solidaridad. En parte, reaccionaba contra su propia fama temprana como héroe literario de la izquierda inglesa. En 1937, antes de cumplir treinta años, un diario de Londres publicó en tapa que Auden había viajado a Madrid para conducir una ambulancia para la República en plena Guerra Civil Española. (En realidad se le encomendó transmitir propaganda, y se fue tras visitar el frente, desalentado por algunos actos de su propio bando.) En 1939 abandonó Inglatera y se instaló en los EE.UU., en parte para huir de su situación de persona pública. Seis meses después, luego de un discurso en un acto político, le escribió a un amigo: “De pronto descubrí que podía hacerlo, que podía elaborar un discurso demagógico y entusiasmar al público. Es emocionante, pero por completo degradante. Me sentí sucio.” Le disgustaba su fama temprana porque advertía los motivos ambivalentes que había detrás de su imagen de virtud pública, la gratificación que sentía ante la admiración y la idolatría. Se sentía degradado cuando le pedían que se pronunciara sobre cuestiones políticas y morales sobre las cuales, insistía, los artistas no tenían especial claridad. Lejos de pensar que los artistas eran superiores al resto de la gente, había comprobado en carne propia que los artistas sentían sus propias tentaciones en relación con el poder y la crueldad, así como su propia habilidad especial para ocultarse esos impulsos. En 1939, cuando tenía treinta y dos años, se enamoró de Chester Kallman y pensó su relación como un matrimonio. Dos años después, Kallman lo dejó porque no soportaba el deseo de fidelidad de Auden. Este reaccionó con ira, tal vez contra Kallman, y posiblemente contra el hombre con el cual Kallman le había sido infiel. Unos meses más tarde, le escribió a Kallman una carta en verso: “Por tu culpa he sido, en intenciones, y casi en actos, un asesino.” Ya había empezado a sentir que él había causado la ruptura entre ambos al tratar de amoldar a Kallman a una figura ideal, al amante imaginario que valoraba más que al real.
Antes, cuando tenía veintitantos años e intentaba actuar como un poeta político, trató de escribir para un público plural, para un grupo o categoría de lectores que compartían intereses similares. Luego se dio cuenta de que siempre había preferido escribir como si lo hiciera para un lector individual, como si sólo le hablara a uno. “Todos los poemas que he escrito se escribieron para el amor”, dijo. Por supuesto, trató de venderlos, pero la perspectiva de un mercado no desempeñó papel alguno en su escritura.
Un escritor que se dirige a un público plural asegura que merece su atención colectiva. Debe presentarse como los grandes modernistas –Yeats, Joyce, Eliot, Pound– se presentaban más o menos en serio, como pioneros visionarios y autoridades culturales, como héroes artistas que establecían una agenda para su época y su país. Un escritor que se dirige a un lector individual, en cambio, se presenta como un experto en su métier , sin tener una autoridad moral ni una claridad especial respecto de todo lo que exceda su arte. Virginia Woolf, que pensaba de forma similar a Auden en esos temas, se negaba a que sus lectores aceptaran una relación desigual: “En su modestia, parecen ustedes considerar que los escritores están hechos de sangre y huesos diferentes a los suyos, que saben más de la Sra. Brown que ustedes. Nunca hubo error más funesto. Es esa división entre lector y escritor, esa humildad de su parte, esos aires profesionales nuestros, lo que corrompe y anula los libros que deberían ser el saludable producto de una estrecha alianza igualitaria entre nosotros.” En una época en que escritores tan diferentes como Hemingway y Eliot alentaban a su público a admirarlos como heroicos exploradores de la mente y el espíritu, Auden prefería ir en dirección opuesta y presentarse como menos de lo que era.
El sentido de sus motivos era inseparable de su cristianismo singular. No creía de forma literal en milagros ni en dioses, y pensaba que toda afirmación religiosa sobre Dios debía ser falsa en un sentido literal pero podría ser verdadera en sentido metafórico. Se sentía en la absoluta obligación –algo que sabía que nunca podría concretar– de amar al prójimo como a sí mismo, e hizo alusión a ese mandamiento en un haiku tardío: “Nunca ha visto a Dios / pero cree que una o dos veces / lo ha escuchado.” Comulgaba todos los domingos y valoraba la liturgia tradicional, no por su magia ni por su belleza, sino porque su ritual y su lenguaje atemporales constituían un “vínculo entre los muertos y los que aún no han nacido”, un baluarte contra el egoísmo complaciente que favorece todo lo que tenemos de contemporáneos. El libro que escribió al volver en 1940 a la iglesia anglicana de su infancia se tituló El hombre doble . Tenía un epígrafe de Montaigne: “Somos, no sé por qué, dobles, de modo tal que descreemos de aquello en que creemos y no podemos deshacernos de aquello que condenamos”. Se sentía obligado a revelarle al prójimo lo que condenaba de sí mismo.
© The New York Review of Books. 
Traducción de Joaquín Ibarburu.
http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/W-H-Auden-generosidad-fin-poeta_0_1106289382.html

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